Tengo un amigo
«Que te den lo que no pude darte. Aunque yo te haya dado de todo», José Alfredo.
Tengo un amigo que me saca 48 años. Jamás he coincidido con él en ningún sitio donde reine la distancia corta. Nunca le he estrechado la mano, ni le he mirado fijamente a los ojos. He rondado los aledaños de su casa en no pocas ocasiones. He fantaseado con esa luz prendida que se adivinaba a través de los balcones, aunque no hemos coincidido. Pero es mi amigo.
Es un amigo fiel y leal. Es un amigo que susurra al oído cosas que quiero oír. Pero, sobre todo, por eso es mi amigo, dice cosas que no quiero escuchar. Por eso es mi amigo. Es un amigo que pronto me advirtió de otro, que era tan pobre que no tenía más que dinero. ¡Eso es un amigo! Un amigo con la verdad por delante, como Antoñete, que a ella le quería decir la verdad, por amarga que fuera, contarle que el universo era más ancho que sus caderas.
Hoy, que todo se mide, que nos imponen que cada esfuerzo, gesto o acto debe girar entorno a la productividad, resulta que, con los datos en la mano, pasé más de 200 horas en su compañía en 2024. En cambio, si hiciéramos números con la vida real, al año me saldría que he estado unas seis horas con algún amigo de la infancia al que, al vivir lejos, sólo pude ver un par de días en Navidad, otro en verano y uno en otoño.
Por eso, aunque no haya cruzado palabra con este amigo —por ahora sólo ha hablado él— lo siento cercano. Siento que lo conozco como a pocos. Lo mejor es que, sin yo abrir la boca, sin que él sepa de mí, ni de mi mera existencia, siento que él también me conoce como pocos. Me cuenta historias que me interesan genuinamente. Me habla de humo, de bares, de carreteras perdidas, de áreas de descanso. De femmes fatales.
De gente que vive en un barrio construido sobre los escombros de aquello que no fue, de los que quieren salir de allí pero no son capaces, por eso siempre acaban volviendo a casa, aunque no tengan ni siquiera allí una cama. Este amigo me recomienda más de cien libros y escritores. Sus conversaciones unilaterales están plagadas de referencias: de poetas, de películas y directores, de compositores, de ciudades.
Me habla de Madrid como nadie. Eso sí, me habla de un Madrid que ha muerto —o lo han matado—, un Madrid ya desaparecido. De un Madrid que aparece en todas las novelas que él también ha leído. Un Madrid al que él tanto ha querido y tanto le ha escrito, pero me temo que a él también le empieza a dejar algo frío. Porque está dejando de ser ese Madrid del que tanto bueno nos han vendido. Un Madrid que parece que sólo consuela, precisamente, a quienes no lo han leído. Los que no tienen el listón tan alto como las mayúsculas de esas letras, de canciones y novelas, que nos cuentan que hubo un pasado mejor con su boina calada, con sus guantes de seda. Su sirena varada, sus fiestas de guardar. Su partidita de mus, su fulanita de tal.
Este amigo, por eso lo es, también actúa como faro. Lo hace sin pretenderlo, que es la única manera de lograrlo. Aconseja que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver. Porque sabe que coger un vuelo regular siempre es una decisión que carga el diablo. Porque mientras se surca el cielo siempre esperan dos pies en el suelo que no se acordaban de mí. Este amigo nos agarra del cuello de la camisa para sacarnos del profundo charco en el que nos estamos ahogando para espabilarnos y recordarnos que no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió.
Este amigo vive en el número 7, en un oscuro y pequeño apartamento donde le han robado el mes de abril, la juventud, el amor y sólo le han dejado un traje gris. Allí, en esa casa sin ascensor, de colchón desamparado y húmedo ya no sueña aquel niño que soñó que escribía. El niño dejó de soñar para ponerse a escribir y, así, sin querer, con la inocencia infantil, cambiarnos la vida a millones con un cañón de talento, una marmita de ingenio, una pizca de caradura y unos cuántos puntos de sutura que escribe, con hilo y aguja, sobre las heridas que nos cura.
El sábado, después de unas cuántas, volví a ver a mi amigo en directo. Mi amigo, de 76 años, está mayor, por lo que está mejor que nunca. Anda a pasitos, se aferra al brazo de un técnico para entrar y salir de escena. Se encarama a un taburete durante dos horas. Se emociona con cada ovación. Agradece y exprime cada aplauso, entusiasmo siempre inexplicable, para él, tantos años después. Le brillan los ojos durante toda la actuación. Se viste por los pies, se cambia tres veces de ropa. Se despide de su gente en chaqué. No queda otra.
Le volveré a ver, si todo va bien, por mi parte y la suya, en dos semanas, en Madrid. Con su otoño Velázquez, con su Torre Picasso. Su santo y su torero. Un Madrid de principios de julio, a mitad de camino entre el infierno y el cielo. Y rezaremos para que vuelva a ocurrir lo mismo en noviembre. Allí pretendo estar, en ese señalado día 30. En teoría, su último vals. Ese que, como ha anunciado, siempre guardará para nosotros.
Tengo un amigo que se está despidiendo en directo. Tengo un amigo que un día no estará. Será ese, precisamente, el día en que más esté. Antes de todo, yo prefiero bajarme en Atocha y volverle a ver por última vez.